En este libro José Zuleta nos habla al oído, como susurrando, para decirnos que “las pequeñas causas de la vida” son en realidad las más verdaderas y legítimas. Aquellas en las que nuestros sentimientos desembocan en el corazón de los otros y desafían el orden aparente del mundo.
Con un lenguaje preciso y delicado, se narran diversas
historias: algunas contienen episodios de la infancia en las que los niños, los árboles, los animales, el circo, la ausencia, son las grandes criaturas que hablan de las alegrías y tribulaciones de un mundo en donde los adultos son reyes. Otras cuentan historias legendarias como la creación del juego de ajedrez, esa gramática de la guerra. Otras dan la palabra a un chamán que revela cómo la civilización se roba a sí misma.
historias: algunas contienen episodios de la infancia en las que los niños, los árboles, los animales, el circo, la ausencia, son las grandes criaturas que hablan de las alegrías y tribulaciones de un mundo en donde los adultos son reyes. Otras cuentan historias legendarias como la creación del juego de ajedrez, esa gramática de la guerra. Otras dan la palabra a un chamán que revela cómo la civilización se roba a sí misma.
Estas páginas también son un homenaje al género del cuento que amplía como una lupa los múltiples universos de lo humano. Las pequeñas causas son un lugar para apreciar nuestra cultura, nuestras raíces y nuestras historias personales desde la mirada inquisidora de la literatura con una impecable factura y una poética luminosa.
Lucía Donadío
Fragmento inicial de "El Reloj"
Sol Colmenares llegó tarde a la repartición de la herencia del abuelo. Era la menor de sus nietas y su preferida. Luego de leer el testamento, le correspondieron algunas antigüedades. Una lupa rusa de cristal empotrada en un marco de bronce. Una balanza para pesar oro y un cofre alemán de madera oscura, que tenía varios cajones secretos y que el bisabuelo usó hacia mil ochocientos cincuenta como caja fuerte. Leído y releído el testamento, y sin más bienes que repartir, Sol se llevó el cofre y las otras herencias para su casa.
El cofre tenía un complejo mecanismo de seguridad: al abrir un compartimiento, se bloqueaba o habilitaba otro. Era un asunto de paciencia y observación. Sol quiso abrir todos los cajones secretos de aquel cofre. En realidad no era fácil. Nada en su arquitectura sugería la forma o el lugar. Había que pulsar, halar, correr con sutileza y suavidad cada centímetro de madera, y de pronto, un cajoncito se abría. Así encontró un sobre pequeño con el retrato de la abuela y un texto manuscrito que hablaba del tiempo y de la realidad. Sol no entendió nada. Finalmente, cuando ya no pensaba indagar ni escrutar más, una noche, tras un golpe involuntario en un costado del cofre saltó una tablilla, y al tirar de ella se abrió una caja forrada en terciopelo, con el espacio apenas justo para albergar un reloj de oro.
El reloj tenía una contramarca en la que se indicaba que había sido construido en Ginebra, Suiza, en mil ochocientos veintitrés. El tablero era negro como el ónix y las horas estaban marcadas con puntos iridiscentes. Tenía grabados en oro, sobre el fondo oscuro, solo tres números romanos: el cinco, el diez y el dos.
A Sol le pareció extraño que solo tuviera esos números marcados, cuando lo corriente es que se marquen el doce, el seis, el nueve y el tres. Le dio cuerda y el reloj comenzó a sonar; un tictac armónico, claro, preciso, comenzó a emerger del interior y sintió que algo muy antiguo y calmo se despertaba...
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