domingo, 28 de mayo de 2017

La sonrisa trocada




José Zuleta nos cuenta en esta espléndida colección de cuentos, unas historias fascinantes. Relatos que van desde la vida de una rusa que trabaja como crupier en un casino de Cali, hasta el descubrimiento que hace del cine, y del relato oral, el niño Enrique Buenaventura. En los cuentos: La doctora Azul, E-mails de Cielo, Agua de lluvia y Tinta fresca, los conflictos se hilvanan en una red que nos envuelve y nos
lleva de la mano a finales asombrosos. La oración de Manuel y Un perrito color té claro nos hablan de dos episodios infantiles en las vidas de los escritores Manuel Mejía Vallejo y Adolfo Bioy Casares. Estos dos últimos relatos, impecables en su estructura narrativa, se acercan quizá al mejor maestro que José Zuleta ha tenido en su vida: el cuentista ruso Antón Chejov. Este primer libro de cuentos de José Zuleta es un generoso regalo para aquellos que amamos el sencillo, pero difícil arte de contar.

Harold Kremer




Me gusta el equilibrio de la prosa de José Zuleta: un adjetivo más y sería relamida; con uno menos, demasiado escueta. También me gustan sus símiles, exactos y originales a la vez: "Sus senos eran cántaros erguidos rematados en pezones rosados, duros y pequeños, como borradores de lápiz". Estoy seguro de que Capote, maestro de la comparación riesgosa, los aprobaría sin chistar. Y hablando de remates, hay que decir que los de estos cuentos tienen dos cualidades difíciles de conciliar: son sorpresivos y, al tiempo, respetan la lógica de la historia. (Me parece ver a Arreola cabeceando, asertivo, ante estas demostraciones del arte del final). Pero sobre todo me admira la manera como José Zuleta toma las situaciones más sencillas, las menos "cuentísticas" imaginables, para convertirlas en unas máquinas verbales capaces de conmover al más duro y de intrigar al más distraído.

Julio César Londoño






Fragmento inicial de "La Sonrisa trocada"

El 24 de junio de 1935 fue mi último día. Esa mañana tenía una cita con Fernando González en la Librería Dante, para recoger los Ensayos de Montaigne, que habíamos pedido a la editorial Garnier Hermanos de París. Cuando llegué, Fernando estaba ojeando uno de los tomos. Al verme, y a modo de saludo, me leyó: “Nosotros no vamos, somos llevados como las cosas que flotan, dulce o violentamente, por aguas serenas o enloquecidas”. —Al fin llega a esta ciudad un poco de sabiduría —dijo, abrazando el libro contra el pecho y riendo con malicia. Reclamé mis ejemplares y salimos de la librería. Subimos por la carrera Palacé hacia el barrio Prado. Hablamos sobre la intención que tenían algunos comerciantes de convertirse en jueces, y de otras ocurrencias de los ricos de Medellín. Cuando llegamos a la altura del seminario nos despedimos; Fernando tenía que ir a ayunar, y yo a almorzar. Cruzó la calle con su cuerpo ágil, y me miró desde el otro lado, con esa mirada de pícaro y santo. Fue la última vez que lo vi. Almorcé temprano en casa de Paulina Velásquez; recogí las maletas, los encargos y mandamos a buscar un carro para que me llevara al aeródromo. Subí las maletas y tomamos la vía de La Playa, hacia el campo de aviación de Guayabal. Cuando estábamos llegando vi mucha gente, pregunté al chofer qué pasaba. —Es que Gardel va a hacer una escala en Medellín...él estuvo aquí hace tres días, y fue una sensación...El carro me dejó enfrente del casino de Scadta, pude ver que en el campo venía el avión con sus tres motores encendidos carreteando. Bajé las maletas y entré en el cobertizo. Entregué el equipaje y me dirigí a la barra. Ofrecieron cerveza negra alemana. Oí el ruido de otro avión que aterrizaba; la gente comenzó a correr hacia la baranda que protege la pista, el avión se detuvo frente al casino de la Saco, que estaba a unos cien metros del nuestro. Se abrió la portezuela y comenzaron a bajar los pasajeros. En la portezuela del avión apareció Carlos Gardel... 

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