viernes, 2 de junio de 2017

Retratos




Diez semblanzas, sin duda, no son suficientes para hacernos comprender cuán diversa es la condición humana, pero sí bastan para inducirnos a intuir que no hay norma, plantilla o formato que sea capaz de agotar la complejidad de una vida singular. El íntimo esmero con que son delineados los retratos, pues la mayoría –si no todos- hace parte de círculos medidos por lazos de familiaridad o amistad, sumado al
hecho de que no estamos en presencia de composiciones empujadas por la ficción, los pone a resguardo de la crítica que se empeñaría en ver en ellos la concreción de caracteres-tipo. Dado que no debemos olvidar que se trata de pequeñas pinturas verbales, lo visto, en cada caso, no se tanto el cuerpo del sujeto evocado o una circunstancia exhaustivamente caracterizada, cuanto una porción de él o una parte de ella cuyos respectivos trasfondos quedan a la imaginación del lector, a su trabajo cooperativo.

Mauricio Vélez Upegui




Fragmento inicial de “Mi padre, retrato a contraluz”

La voz
Tomaba el libro con sus grandes manos y buscaba parsimonioso la página. Su voz era clara, sin acentos regionales, de un registro bajo sin llegar a ser grave, un tanto solemne aunque salpicada de vivacidad, como si los fogonazos de alegría que le producía la lectura y las secretas emociones consecuentes le dieran ese entusiasmo contagioso, en ocasiones festivo. Su dicción precisa respetaba la música de las palabras, lo que daba pulcritud fónica a sus oraciones. 
Al escucharlo sentíamos tranquilidad, había algo armónico y cierto en su voz. Sus palabras parecían buscar que nos conmoviéramos como él, seducían, invitaban a la comprensión y al gozo del texto que nos leía. Sabía que la literatura es música, y elegía muy bien lo que nos ofrecía. Sin atropellar el texto, su voz se dejaba ir por los ritmos y las pausas, alargaba un poco los silencios, respiraba, contenía su entusiasmo para que la lectura no se contaminara, y así construía una experiencia grata, casi siempre inolvidable.
En la cordialidad o en la discordia, su voz era la herramienta para mantener los hilos tensos, para dar a sus palabras el registro de mayor eficiencia y pertinencia. Tal vez la naturalidad, la espontánea forma de sus énfasis y el brillo de su entusiasmo al querer hacer de otros sus pasiones, creaban los colores, la música de su voz.
A veces también cantaba, lo hacía en el prolongadísimo baño matinal; cantaba fragmentos de canciones, trocaba sus letras, interrumpía la canción y la recuperaba según su capricho o su jabonosa circunstancia; entre los sonidos del agua y el ajetreo y los jadeos del baño escuchábamos: 
En la doliente sombra de mi cuarto al esperar
sus pasos que quizás no volverán, (Silencio)
a veces me parece que ella detiene su andar 
sin atreverse luego a entrar…


En ocasiones, en lo más alto de la fiesta, abrazado a sus amigos, cantaba. Nosotros despertábamos y reconocíamos su voz entre un coro de voces desconocidas; entonces salíamos sigilosos de nuestras camas para espiar aquella alegría inaudita; veíamos a otro padre: uno alborozado que cantaba con una voz más poderosa de lo habitual, poseído por una extraña felicidad:

Y alegre, también su yegua va, al presentir, que su cantar, 
es todo un himno de alegría, y en eso le sorprende la luz 
del día, y llegan al mercado de la ciudad...


Una vez lo oí cantar mientras veía llover, parecía celebrar la lluvia. No alcancé a saber qué cantaba, era un murmullo inaudible, algo que cantaba para sí, para su íntima, momentánea felicidad…


Los ojos
Eran grandes sus ojos, de un tono marrón claro, la luz parecía venir de adentro de ellos. Los párpados adormilados les conferían cierto aspecto de ensoñación, de ingenuidad tímida. Cuando miraba había curiosidad, bondad y algo de rigor, de firme serenidad…





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