«Celebro con una gratitud inmensa que todavía existan escritores en el ámbito doméstico que piensen en términos literarios sus historias, antes que en los términos publicitarios que deciden los editores comerciales. En este libro conmovedor en cada línea, y en el que felizmente descubrí una excepción a la norma de truculencia y sordidez de nuestro medio, José Zuleta consigue a la manera de
un mago compasivo y cariñoso, con destreza magistral, historias y personajes extraordinarios».
un mago compasivo y cariñoso, con destreza magistral, historias y personajes extraordinarios».
Hugo Chaparro Valderrama
«Estos cuentos hablan de gente que cuenta cuentos y hasta crea concursos fie cuentos. Es el trabajo de un cuentista de voca¬ción. Uno de aquellos escritores que invierte su vida en pulir la palabra, la escena, el argumento —con paciencia de joyero—, para conseguir esa rara iluminación que ofrece un relato bien logrado».
Roberto Rubiano Vargas
«José Zuleta deja en este libro retazos de su biografía sin dejar evidencias. Ha logrado una vez más, un hermoso libro de cuentos. Escrito con un lenguaje eficaz, contundente. Historias de la vida cotidiana ennoblecidas gracias a una escritura fina, capaz de lo esencial: que sean memorables».
Fernando Cruz Kronfly
Fragmento inicial de “La risa invisible”
Había transcurrido un mes desde la muerte de su esposa. Se bajó cerca de la plaza de flores, dudó entre rosas o tulipanes. Preguntó cuáles duraban más tiempo sin marchitarse. Le recomendaron anturios.
En el cementerio buscó el corredor por el cual había salido un mes atrás. Se perdió. Pidió ayuda para encontrar el lugar. Le preguntaron la fecha de la muerte. Luego lo condujeron hasta la tumba. Se inclinó sobre la losa, dejó el ramo y comenzó una oración entrecortada por el olvido. Al comienzo tenía los ojos cerrados. A mitad de la oración los abrió. Como una aparición, justo al frente, había una mujer madura, acomodando un ramo de crisantemos en otra tumba. Mario sintió un estremecimiento, interrumpió su oración y miró con avidez a la extraña. Tenía una elegancia exótica, llevaba una falda alta de color aguamarina, y al inclinarse para dejar la ofrenda, dejó ver unas piernas gustosas. Mario sintió algo en el cerebro que le envió sangre a las cavernas profundas de su flácida vida. Ella se topó con aquellos ojos iluminados por una fuerza nueva y sonrió sin querer ante el pasmo de ese hombre que parecía tocado por un don inexplicable. La mujer envió un hola coqueto y tímido. Mario lo acogió con una reverencia y sonrió. Aunque no lo sabía, sonreír era su mayor atractivo. A pesar de los años estaba aún en forma y, sobre todo, sentía que viviría mucho más. Se quedaron un rato frente a las tumbas, distraídos de lo que habían ido a hacer. Mario pensó que la muerte de su esposa lo rejuvenecía y se sintió mal por haberlo pensado.
Ninguno de los dos hablaba en silencio con los esposos muertos. Se relanzaron un par de miradas furtivas. Mario se apartó de la tumba y deambuló distraído por el cementerio, vio torcazas y un pájaro carpintero. Buscó la salida. Cuando franqueó el pórtico, alcanzó a ver el color aguamarina avanzando a contracorriente Sin saber por qué, caminó de prisa hacia el color aguamarina. Ella se metió a un parqueadero; él se detuvo, la vio subir a un auto nuevo y agobiado por una decepción absurda, se marchó…
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